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Al igual que en todas las sociedades de su tiempo, la moneda romana dependía de su valor intrínseco como metal precioso y por ello debía guardar una proporción mínima de plata u oro para que conservara poder adquisitivo, lo que explica que en la época las monedas de bronce y de cobre se reservaran para las piezas de menor poder adquisitivo. En el caso de la moneda de oro, el áureo acuñado ya en tiempos de Augusto, la proporción había sido la siguiente: 1 libra de oro = 40 áureos de oro = 1000 denarios = 4000 sestercios.
La masa monetaria neta en circulación se componía de las entradas que eran dependientes de las fuentes de metales preciosos y las salidas, derivadas del déficit comercial exterior. Desde la época de Augusto hasta mediados del siglo III la situación se fue complicando hasta hacerla insostenible. Cuando el Imperio llega a su máxima extensión, cesa el incremento de fuentes de oro y plata por conquista mientras que, a su vez, las minas empezaron a agotarse por su explotación intensiva. Pero, simultáneamente, como vimos, los ciento veinte barcos cargados de oro en dirección a India con el propósito de adquirir sus exclusivos productos, como la seda y las especias, cada año, supusieron un drenaje continuo que escandalizó al mismo Senado.
La única forma que queda en estas circunstancias de mantener el dinero era reducir la cantidad de plata o de oro en las monedas y acuñar éstas con metales más baratos. Tal política era sumamente arriesgada al hacer perder valor al dinero. En el año 215 el emperador Caracalla cambió la proporción ordenando que de cada libra de oro se extrajeran 50 monedas, lo cual implicaba reducir en 20 % la proporción de oro y por consiguiente devaluar la moneda, en tanto el valor facial se mantenía sin alteración. Paralelamente Caracalla instauró una nueva moneda, el antoniniano, que oficialmente equivalía a dos denarios, pero cuyo auténtico contenido de plata era igual a solo 1,5 denarios.
La alteración de la moneda tuvo el efecto previsible de causar una inflación desbocada: la población empezó a atesorar los denarios que aún no habían sido devaluados, mientras que formalmente el antoniniano, pese a ser de menor valor, mantenía un valor facial de dos denarios. Pronto el descrédito de la moneda se hizo evidente y treinta años después de la muerte de Caracalla el antoniniano estaba acuñado solo con bronce, obtenido a veces solo tras fundir antiguos sestercios.
Algunos impuestos ya empezaron a recolectarse en especie, si era posible, y a partir del reinado de Caracalla los valores eran con frecuencia contados solo nominalmente en oro y plata: los metales preciosos se habían convertido lentamente en moneda imaginaria, útil solo para ser mencionados como equivalencia debido a su escasez física. Mientras tanto los sestercios de latón se hacían más comunes.
Los valores nominales del dinero continuaron figurando en las monedas de oro y plata, pero la moneda de plata, el denario, usado durante más de trescientos años del Imperio, desapareció en la práctica debido a que los emperadores procedieron a reducir agresivamente el valor de plata en las monedas, las cuales cada vez más estaban compuestas de cobre o bronce y perdían por ello su antiguo poder adquisitivo.
Paulatinamente, a lo largo del siglo III los sucesores de Caracalla continuaron con esta práctica, reduciendo la composición del denario hasta un 50 % de plata, pero manteniendo el valor facial y el peso de éste, trayendo su inevitable pérdida de valor y una consiguiente inflación. La moneda romana tenía un poder adquisitivo sumamente bajo y el comercio se llevaba a cabo principalmente a través del trueque. Todos los aspectos del estilo de vida romano se vieron afectados por esta situación, pues no solo se perjudicaba el comercio y la pequeña industria, sino también a la agricultura, principal actividad económica del Imperio.
Durante el reinado del emperador Aureliano en 274 el denario romano prácticamente no contenía plata, y resultó inútil el esfuerzo económico de Aureliano en revertir la situación.
Cuando Diocleciano llega al poder se encuentra un denario que casi había colapsado en su valor. Al final se tuvo que suspender definitivamente su uso, instituyendo en su lugar el argenteus. Diocleciano ejecutó una profunda reforma monetaria desde el año 301 para sanear la moneda romana, poniendo fin transitorio a la crisis financiera.
Uno de los efectos más profundos y duraderos de la crisis del siglo III fue la disrupción de la extensa red comercial interna del Imperio romano. Desde la Pax Romana, la economía del Imperio romano había dependido en gran parte del comercio entre los puertos mediterráneos y sobre el extenso sistema de carreteras romanas. Los mercaderes podían viajar de un extremo a otro del Imperio en pocas semanas en relativa seguridad, llevando productos agrícolas producidos en las provincias y artículos manufacturados producidos en las grandes ciudades del Oriente, e intercambiarlos por monedas de plata y oro realmente valiosas. Grandes haciendas producían cosechas para la exportación, y usaban los beneficios resultantes para importar comida y productos manufacturados, y esto creó una gran interdependencia económica entre los habitantes del Imperio al existir provincias especializadas en la producción de ciertos bienes por factores climáticos, demográficos, culturales, etc.
Con la crisis del siglo tercero esta vasta red comercial se derrumbó pues dependía de una moneda transportable y con valor intrínseco real. La ausencia de esta moneda confiable y el incremento desmesurado de los precios hacía cada vez menos rentable el comercio, ya sea dentro de los límites del Imperio o el de exportación e importación. La depresión del comercio perjudicó a su vez a la industria, que ahora carecía de mercados donde colocar sus productos y que por consiguiente empezó a extinguirse; inclusive la agricultura y la ganadería sufrieron grave retroceso pues la mayor parte de su producción se destinaba al comercio interprovincial del Imperio. Una de la primeras víctimas fue el propio comercio marítimo con India.
Si bien la minería seguía siendo una actividad económica importante, tenía como cliente casi exclusivo al propio Estado romano y se sustentaba solamente en el trabajo forzoso de los esclavos, por lo cual su efecto multiplicador sobre el resto de la economía romana era casi nulo.
A esto se une que la economía romana estaba basada, desde los días de Augusto, en aprovechar los recursos de las regiones recién conquistadas para sustentar la burocracia y la corte imperial, Al cesar la expansión territorial tras las conquistas de Adriano y Trajano, el Imperio romano no disponía de nuevos territorios cuyas riquezas pudieran sostener los gastos gubernamentales cada vez más crecidos, que pronto causaron un serio déficit.
El desasosiego difundido por la inflación y el empobrecimiento generalizado hizo que los viajes de los comerciantes no fueran tan seguros como en el pasado al aumentar el número de salteadores y reducirse la seguridad dada por las legiones en muchas provincias, en tanto las tropas estaban más ocupadas en servir como soportes políticos de los diversos candidatos al trono.
La crisis financiera hizo el intercambio más difícil todavía, en tanto la depreciación de la moneda causó que los productores y comerciantes recibieran un dinero devaluado por sus productos y que a su vez los compradores requirieran mayores cantidades de ese mismo dinero devaluado para formar una masa de metal precioso con la cual comprar otros productos, lo cual hacía más difícil el transporte de dinero. Las transacciones comerciales entre las provincias del Imperio se redujeron muchísimo y esto llevó a cambios profundos que, de muchas maneras, presagiaban el carácter de la próxima Edad Media.
Los grandes terratenientes, incapaces de exportar con éxito sus cosechas a grandes distancias, comenzaron a producir bienes para la subsistencia y el intercambio puramente local. En vez de importar bienes manufacturados cada vez más caros y que ya no podían pagar, los terratenientes empezaron a producir muchos productos localmente, con frecuencia en sus propias haciendas, dando comienzo así a la economía de autarquía que se generalizaría en los siglos siguientes, alcanzando su forma final en el feudalismo, donde el metal precioso era cada vez más escaso y por lo tanto la moneda empezaba a desaparecer, mientras que el comercio se practicaba solo en ámbitos locales muy reducidos.
Esto trajo consecuencia sociales. La población libre de las ciudades empezó a desplazarse a las zonas rurales en búsqueda de comida y protección debido a que el aumento de precios hacía cada vez más difícil obtener alimentos en las urbes para quienes no fuesen comerciantes, burócratas o soldados.
Desesperados por la necesidad de sobrevivir, muchos de estos plebeyos de las ciudades, así como muchos pequeños agricultores, se vieron forzados a renunciar a derechos básicos de ciudadanía para recibir protección como clientes de los grandes aristócratas convertidos en terratenientes. Los clientes se convirtieron en colonos. Sus puestos se hicieron hereditarios, por lo que quedaron atados a la tierra. Esto formaría la base de la sociedad medieval feudal.
Incluso las propias ciudades empezaron a cambiar de carácter. Las grandes urbes abiertas de la antigüedad dieron paso lentamente a las ciudades amuralladas más pequeñas, tan comunes en la Edad Media, por temor a los ataques externos y ante la falta de tropas imperiales que estuvieran dispuestas a guarnecerlas. Inclusive los antiguos comerciantes urbanos empezaron a arruinarse si su ciudad no era sede de alguna gran autoridad imperial, en tanto ésta era casi la única fuerza militar y económica capaz de asegurar la pervivencia del comercio.
También numerosos aristócratas romanos abandonaban las ciudades de provincias para refugiarse en sus grandes propiedades rurales, los pagos, donde se hacían económicamente autosuficientes y podían mantener una autoridad efectiva sobre masas de campesinos, creando el embrión de los señores feudales de siglos posteriores.
Estos cambios no estuvieron restringidos al siglo III, sino que ocurrieron lentamente sobre períodos muy largos, y se vieron puntualizados por reveses temporales. Sin embargo, a pesar de las extensas reformas de emperadores posteriores, la red comercial romana nunca se recuperó por completo, y la vida urbana entró en una larga fase de decadencia incluso en la misma Roma. Solo Constantinopla conservaba el dinamismo de la típica gran urbe romana. La disminución del comercio entre las provincias las condujo a una «insularidad» creciente entre cada región del Imperio. Los grandes terratenientes, cuya autosuficiencia se había incrementado, prestaban menos obediencia a la autoridad central de Roma y eran abiertamente hostiles hacia sus recaudadores de impuestos, representantes de un Estado que en verdad no tenía fuerza para proteger a dichos terratenientes ni para imponer su propia autoridad en las provincias.
La medida de riqueza en este periodo empezó a tener que ver menos con la autoridad civil basada en las urbes y más con el control de grandes haciendas agrícolas. La población común perdió poder político y económico con respecto a la aristocracia, y la antigua clase media disminuyó hasta casi extinguirse en la mayoría de las urbes, en tanto el comercio y la industria que las sostenía no pudo sostenerse por más tiempo, en Occidente. La crisis del III tercero marcó así el comienzo de un largo proceso evolutivo que transformaría el mundo antiguo en el mundo medieval.
El cambio fundamental sucedió en la inversión de los valores.
Los romanos ponían énfasis a lo terrenal. Sus máximas aspiraciones se relacionaban en alcanzar la gloria para Roma en un plano social y de alcanzar una posición de riqueza y poder. En un plano individual no había siquiera un discurso único en lo referido a lo que sucedía después de la muerte. Esto lo explica la diversidad religiosa y filosófica. Así, mientras algunos podían creer que se podía llegar a endiosarse y ser parte una especie de paraíso, otros romanos sólo creían en la vida terrenal y las glorias más altas posibles estaban relacionadas a la vida pública a lograr el reconocimiento del Senado y por consiguiente, de Roma.
Con el colapso de la economía los valores terrenales empezaron a perder su sentido. Los placeres sensuales, el gozo y el disfrute se verán como vanidad y se pondrán los valores más allá de la muerte. Condenando categóricamente el valor supremo de la vida terrenal y transferirá el acento a la vida eterna que esperaba el hombre. Después todo lo que podían visionar y perseguir en su breve paso por la tierra, no eran más que vanidad. Vanidad era la riqueza el poder y la gloria que podían adquirirse en la tierra. Vanidad era el amor humano el gozo intelectual el refinamiento de la sensualidad y la acción. Vanidad era la vida misma tal como el romano la concebía.
Los conceptos cardinales del nirvana, del renacimiento, de la condena de los placeres sensuales, de la vida como ilusión propios del Mahāyana, serán la semilla que hará que los romanos deserten de su romanidad y contribuirán a que se sequen las fuentes que había nutrido su grandeza. La misma India que provocó la ruina de Roma la proveerá con sus valores.
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